Despierto al sentir que mi perra se acerca a la puerta. Escucho sus uñas caminando por  el pasillo chocando contra el piso cual alegres castañuelas.  Siento cómo se asoma por debajo de la puerta aspirando el aire que estoy segura  le dice que ya desperté.    

Volteo a ver la ventana y entre la rendija que mi cortina no sabe tapar, se cuela una luz fría e invernal.  Un día más sin sol, llevamos 6  y mi energía empieza a mermar. Me estiro entre las cálidas cobijas y suspiro resignada. Trato de sonreír para mi perra que emocionada me recibe al abrir la puerta, es hora de ir a descubrir lo que la lluvia de anoche nos dejó impregnado en las banquetas de esta  antigua y arbolada colonia.   Me visto mientras me muerde la ropa  y juega con las cintas de mis tenis, tranquila le digo, ya vamos.  Palabra mágica que la hace correr hasta la canasta donde guardamos su correa, se sienta tratando de quedarse quieta.  Abre el elevador y la primera bocanada de aire huele a bosque húmedo. Me lleno los pulmones de esta sensación de vida que sé que en lo que resta del día no volveré a sentir.  Caminamos entre charcos y jardineras empapadas, ella es feliz de salir a pasear por las mismas banquetas de todos los días. Admiro su habilidad para encontrar aromas nuevos, tesoros comestibles y los rastros de personajes de su especie que han pasado por ahí, en los mismos lugares por los que pasea, como si cada vez   fuera un lugar nuevo, lleno de sorpresas por descubrir.   Quizá,  es igual que  yo cuando clavo mi nariz en una copa sabiendo que  es el mismo vino, de la misma botella, con la misma compañía y aún así encontrar sensaciones nuevas a cada vista, con cada vuelta, al cerrar los ojos para ver con la nariz y escuchar su composición a través de  la  volatilidad del alcohol impulsándolo con fuerza hacia mis receptores, historias  y recuerdos que me emocionan y me sorprenden,  igual que a ella, cada vez.

Así empiezo mi día viviendo un verano lleno de agua que ciertamente reverdece y limpia las hojas de los árboles; pero que se siente ajeno a mi.  Hace apenas unos años, me despertaba el sol brillante y el olor a fresca brisa de mar. Desde mi cama, podía ver la inmensidad del Pacífico y al abrir la ventana me saludaba con un aroma a sal y un cielo absolutamente azul como en ningún otro lugar  he visto.    Envuelta en melancolía, mientras  tomo mi café, pienso en  las viñas cargadas de uvas, en la subida de la cuesta que me llevaba al Valle, en el contraste que hacen los cerros terrosos y la redondez de las piedras, con los chaparrales;  texturas diferentes que crean paisajes inigualables. Recuerdo ver el horizonte y llenarme de esa amplitud y libertad de quedarse absorto hasta donde la vista lo permita, sin nada que interrumpa el espacio; sin nada más que desear, -más que la inmortalidad de aquel momento-.  Muchas veces me he reprochado  las veces  que subí y baje esa cuesta sin darme cuenta que estaba viva. Y ahora aquí me encuentro viendo las gotas de lluvia caer sobre el vidrio y lentamente resbalar acariciándolo igual que el glicol al caer por las paredes de una copa.   Está el día para echarse un mezcal. Sonrío ante mi desfachatez de estar pensando a las 8 de la mañana en beber. Y es que de qué otra manera se vive si no es en la búsqueda del placer, de la libertad y de la emoción de sentirse unido a la tierra,  sus criaturas,  frutos y fermentos. Desde pequeña aprendí de brebajes y sus poderes curativos, de dichos que comprobaban que para cada mal habría mezcal. Y hoy que es el séptimo día de este verano sin sol, me vendría bien un poco de mal. Un sorbo de sol que sabe a tierra, una pizca de sal de gusano, un buche de paisaje, el dulzor de una naranja, la fibra digestiva del verde y algo de la fuerza de la mula que mueve la prensa que extrae el aguamiel que a gotas se convierte en el elixir que me ayuda a sanar esta absurda melancolía.  

Melancolía es recordar momentos mágicos en retrospectiva, memorias asociadas a las gotas que resbalan por la ventana, días calurosos seguidos de frescor nocturno, la emoción que dan los aromas del mosto fermentando, la música clásica retumbando por toda la vinícola, la sonrisa de Hans al llegar a su terruño, la complicidad al probar alguno de sus experimentos más recientes y escuchar cómo se le ocurrió esa idea o todas las vicisitudes que tuvo que pasar para poder llegar a menearlo cerrando los ojos mientras escucho con todos los sentidos: -la receta completa, el tiempo que tomó llevarlo a cabo, la alquimia y las historias de aquellos cómplices de ese particular experimento; pero sobretodo su genuina genialidad-.  ¡Qué maravilla poder  volver a vivir esos mágicos momentos! Porque si algo aprendí de él, es justamente la habilidad de  hacer  del presente instantes singulares y significativos; buscarlos,  promoverlos,  propiciarlos y compartirlos con el mayor número de personas.  Recuerdos de una generosidad y coherencia infinita.  Y sonrío entre las lágrimas de la ventana y pienso en lo bendecida que he sido,  por haberme  inspirado a  vivir al máximo, un poco como él.   Atreverse a salir de la zona de confort, arriesgarse a ser criticado, ingeniarse la forma de hacer lo que todos creían imposible y seguir adelante sin importar las críticas, con la seguridad de que toda esa confianza en los procesos,  básicamente sería el combustible para vivir con pasión la vida.  Un corazón en llamas que uno podía sentir en la profundidad de su mirada.  Enérgico cuando se trataba de calidad, sutil cuando había que pedir las cosas y con ojo agudo para ver  los detalles.  Hizo Tequila, Cognac, Aceite de Oliva, curtía aceitunas, sabía de fórmulas, de alimentos, de bebidas que sabían a frutas sin estar en sus ingredientes,  de levaduras y bacterias para provocar fermentos. Sabía también cómo distinguir  “la cabeza, el corazón y la cola” en las destilaciones.  Le encantaba la cacería, la pesca, amaba a su familia, buscaba  la fraternidad,  cultivaba el sentido del humor y se daba una muy buena idea de lo que la vida se trata.  Es en esa generosidad de compartir sus talentos, de conectar con su pasión y de no renunciar a su llamado; que se convirtió en un líder absolutamente carismático que simplemente vivía “en espíritu” o sea inspirado e inspirando de alguna u otra forma  a los que tuvimos oportunidad de convivir con el.   Y sin proponérselo, con el tiempo,  esta original forma de vivir, permeó en los que bebieron sus vinos y  trascenderá gracias a los que en el futuro escuchen su historia.

Y vuelvo a mi cocina y entre lágrimas de tristeza por despedir a un verdadero Amigo, me doy cuenta que al recordar cómo fueron los años de mi vida en contacto con él, no me queda más que abrir los brazos  y sonreír agradecida.  Así, exactamente es la vida que quiero vivir,  siguiendo su ejemplo, sintiendo a cada instante el clima, la manifestación de la naturaleza, sus ciclos y vaivenes.  Integrar lo dulce y lo ácido, el mar y el desierto, la soledad y la compañía, la oportunidad que habita en la derrota. Y poder llorar de la risa y reír entre el llanto.  Sólo así se  escribe una vida rica en vivencias e historias que contar.   Recordar el horizonte de ese ciclo pasado y buscar en donde estás, esos remansos de paz, esos mensajes de la naturaleza, esos silencios que  te gritan que estás vivo. Y -bajo ninguna circunstancia- olvidarte de respirar.  Recordar buscar entre los edificios el espectáculo de nubes  y volcanes, escuchar los truenos, dejarse empapar por los chubascos, mirar hacia arriba y cerrar los ojos para  sentir  la  vida  azotándote la piel.    Aceptar que ya no estás allá, soltar el pasado sin olvidar de dónde vienes, ni lo que has hecho y encontrarte en el ahora, buscando una manera nueva de ser feliz y de compartir esa felicidad.   Convertirte en una fábrica de momentos interesantes como pasear por el mercado y ser capaz de reconocer por su nombre cada uno de los  diferentes chiles y frutas, encontrar que todos somos igual de güeros al pedir un cuarto de chicharrón para ir masticando mientras pensamos en la comida de hoy.  Evocar al pasar frente a las guanábanas, el aroma a Chenin Blanc fermentando   o quizá percibir  las notas a flores blancas y toronja característico de un  Chardonnay que vaya con escamoles y  tortillas recién hechas.  Y caminar entre viejitos vendiendo ajos y señoras con voz chillona ofreciendo jergas. Ciertamente esta ciudad no es el Valle, ni tiene viñas, ni huele a mar.  Y mientras allá hace calor, aquí llueve y no hay sol. Pero siempre habrá una botella de vino que abrir para sanar esa añoranza, un mensaje para hacerte presente o un pequeño escrito para que tus amigos no te olviden.